sábado, 9 de febrero de 2008

Lisboa I. La llegada

Yo tengo varios “Lugares en el mundo”. Uno de ellos es Lisboa. Me propongo retornar cada año, casi como si se tratara de algún tipo de peregrinación literaria. Porque para mí Lisboa es una historia contada en las caras de los lisboetas y en los muros de sus edificios de piedra y azulejo.

Esta vez llegamos a la ciudad desde el sur atravesando el Puente 25 de abril sobre el estuario del Tajo. La niebla era tan espesa que no nos dimos cuenta de que estábamos sobre el agua hasta casi haber recorrido la mitad de la ría, cuando frente a nosotros se abrió un enorme claro y apareció Lisboa iluminada por los primeros rayos de sol que vimos en todo el día. Fue casi mágico, nos dio la bienvenida mostrando su cara más hermosa como un faro que nos guiaba hacia su propia historia.

La primera vez que estuve en la ciudad llegué en tren desde Madrid, como Roger Thronhill y Eve Kendall en Con la muerte en los talones, por lo que no se me presentó esta perspectiva de las colinas desde el estuario. Entonces fue romántico. Esta vez fue grandioso.

Nuestro hotel estaba cerca de la plaza del Marqués de Pombal, igual que el año anterior, en una calle paralela a la Avenida Liberdade, la arteria que recorre la parte más nueva del centro histórico. Para llegar en coche desde el puente hay que atravesar un túnel que desemboca justo en la plaza, de modo que lo primero que te encuentras a la salida es la gran columna coronada por la estatua del marqués que tanto hizo por la ciudad tras el terremoto. Apenas pude reprimir un gritito de felicidad al verlo allí, alzado sobre los edificios que lo circundan, con la gaviota de siempre posada sobre su peluca dieciochesca, dándole un aspecto de ninot valenciano que siempre me ha parecido de lo más propio (con todos mis respetos para el señor marqués, la estatua es fea, qué se le va a hacer).






Encontramos nuestro hotel Florida (el nombre nos pareció prometedor, típico de los vetustos hoteles en los que en los años cuarenta se hospedaban las estrellas de cine) sin mayor problema, enfilando por la rua Alexandre Herculano a la derecha, dejamos el coche en la puerta y entramos en la recepción, seguros de que el viaje iba a ser otro rotundo éxito.

Me gusta llegar a un hotel por primera vez. Es una sensación de novedad y suspense que me hace cosquillas en el cogote. Siempre me enfrento con los recepcionistas con alegría y con la ilusión de esa niña que viaja por primera vez. En esta ocasión nuestro amigo tras el mostrador resultó un poco cargante, pero no hizo más que añadir sal al viaje perfecto.

- ¿Habla español?
- No, bueno, un poco.
- English?
- Ja, ja ja, ja, no.
- ¡Pues yo no hablo portugués!
- OK, entenderemos.

Comienzo prometedor, me encantan los retos idiomáticos, estuve a punto de preguntar en árabe e italiano, pero me reprimí por miedo a estar toda la mañana apoyada en la barra de recepción intentando hacerme entender. Finalmente nos dio la habitación, la 816, llamada Habitación Hitchcock. Llamamos al ascensor y casi me caigo de espaldas: allí estaba Humphrey Bogart en persona, con su eterno cigarro humeante en la mano, su traje cruzado y su sombrero ladeado. La habitación es un reflejo de mi personalidad: mobiliario de los años 60, carteles de películas de Hitchcock en las paredes… No sólo estoy contenta de estar en un hotel en Lisboa, sino que me siento como si estuviera en casa de mi alter ego cinematográfico.